domingo, 2 de marzo de 2014

DE SÓCRATES A SPINOZA


 

 

DE SÓCRATES A SPINOZA

( los avatares del alma)

 

La infinita mente de la humanidad toda viene pensando desde antes de la historia más pretérita. Son quizás muchas más las ideas que se han “perdido” con pueblos extintos, sin registro alguno antes de la historia escrita o bajo fuego inquisidor, descuido, prejuicios e ignorancia, que aquellas otras ideas que los dispositivos de poder rescatan y resaltan hasta nuestros días. El sistema es perverso, los dispositivos de poder son aparatos de ocultamiento de la verdad. Siendo la verdad una dicha esencial e innata que cada criatura conoce por naturaleza, que le es propia por apetito, conato, deseo o potencia de existir, estos dispositivos la ocultan con dichas engañosas, señuelos de la distracción, maquinarias abstractas que distraen al existente de su existencia, que asfixian la dicha innata con falaces alegrías adquiridas.

Muchos espíritus silentes aguardan las sonoras palabras que los traigan a la vida. Si la infinita mente de la humanidad toda es, en su esencia, aún previa a la humanidad misma, el espíritu humano insiste en expresarse en hablas claras, en lúcidos discursos, en palabras verdaderas. El espíritu, el tan mentado espíritu, es hoy reducido a una mitología fantástica de apariciones y aparecidos o a una mercantilizada moda de profetas que llenan estadios, no obstante, su expresión real, el habla sabia, persevera como siempre en infinitos reductos alejados y marginados por el poder de una cultura colonizada por la abstracción.

Sócrates como Heráclito fue uno de aquellos espíritus que hablaron sin atadura alguna al registro escrito. Las palabras que hoy les atribuimos son versiones de quienes los sucedieron, ellos, en paz consigo mismos, hablaron sabiendo que la verdad no es patrimonio del pensamiento humano, sino de su esencia, que se expresa tanto en él como en la naturaleza toda. La palabra escrita nunca expresa más sabiduría que la naturaleza misma, el espíritu sabio es aquel que con los pobres y artificiales recursos de un lenguaje trata de expresar la sabiduría esencial de la naturaleza toda. Tratan, sólo tratan, porque lenguaje y naturaleza son dos cosas muy distintas, como “espíritu” y “alma”. Uno trata de alcanzar y expresar la otra y ese tratar es su única tarea, así como “existir” (“salir”) sólo consiste en tratar por todo medio de expresar la propia y común esencia dichosa.

 

Sócrates es condenado y bebe el veneno por sostener la existencia de un Dios único. No adjura de su pensamiento como expresión absoluta de su sujeción a la recta razón, no es la muerte argumento alguno para renegar de la verdad, su verdad. En una Grecia  mitológicamente politeísta, su condena es necesaria y ni siquiera Platón se ocupa de defenderlo de su confesa transgresión. El Dios de Sócrates desafía a los dioses griegos y es sostenido con su propia vida, es tan férrea su convicción, tan profundos sus argumentos racionales que ni siquiera teme a la muerte, el eterno baluarte del poder instituido.

En el último día de su vida dedica las horas a desmitificar la muerte, a quitarle toda su alianza con el poder instituido para que se exprese en toda su potencia. El Fedón es un largo discurso sobre la muerte que culmina con su concreta expresión, Sócrates nos dice qué piensa sobre la muerte y luego muere, él mismo bebe el veneno sin ninguna turbación. Sócrates no teme en absoluto desprenderse de su cuerpo porque lo considera un estorbo para su alma un vínculo con lo perecedero y corrupto, tal es la clásica división cuerpo-mente o cuerpo-alma, a la que él adhería y que todos hemos heredado de aquel pensamiento.

El politeísmo griego fue luego politeísmo romano y Cristo fue un nuevo Sócrates, los maderos y los clavos reemplazaron al veneno, pero la causa fue la misma, la defensa de un Dios único y el arma esgrimida como condena por el poder instituido, siguió siendo una y la misma, la muerte. Del infierno socrático se construyó el paraíso cristiano, pero Cristo al tercer día resucita en cuerpo y alma, en esta segunda versión del mismo conflicto hay una revalorización del cuerpo, al menos del de Cristo, que es salvado de la corrupción, luego se nos prometerá igual salvación a todos los mortales.

Sócrates es recordado por haber acatado la ley de los hombres más allá de sí mismo, muere por obediencia debida a una condena de los hombres (deberíamos decir de los varones) y Cristo es condenado por una turba que salva a Barrabás. Uno causa su muerte bebiendo el veneno, el otro es torturado y crucificado, pero de los preciosos argumentos que despliega Sócrates en el Fedón nada recordamos, como nada recordamos de la palabra de Cristo, ambos dramas históricos han servido y sirven para enaltecer la muerte como baluarte del poder instituido, reforzar el miedo ante la ley más que el amor por la recta razón, instituir la obediencia y eliminar la parresia, el arrojo por la verdad aún en contra de uno mismo. Y también ambos dramas han servido para eternizar la dicotomía cuerpo-alma o cuerpo-mente sobre la que argumentaba Sócrates y sobre la cual el cristianismo devenido catolicismo y sus variantes, construyó toda su mitología.

Pero estamos aquí para reflotar argumentos, en especial los de Sócrates en el Fedón, bajo una mirada spinociana que nos depara grandes sorpresas.

Se pregunta Sócrates, “¿el alma, es algo?” y para demostrar qué es ese algo al que llamamos “alma” denostó al cuerpo. El cuerpo, si es él mismo algo, es excesos y error y debe ser silenciado para que se exprese el “alma”. En esa tarea comienza relativizando la veracidad de los sentidos y señala al cuerpo como un estorbo, más que un aliado de la ciencia, “el ojo es ciego, el oído es sordo”. Describe a los sentidos del cuerpo como inductores del error en contra de un “alma”  apresada en él y dueña de una verdad innata.

Se cuestiona la realidad de la “justicia”, del “bien”, de lo “bello” y decreta que ninguna de esas realidades son percibidas con los “ojos del cuerpo”. Y lo mismo cuestiona de la “salud” y de “la esencia de las cosas, de lo que cada una sea en sí”. Duda de la capacidad del cuerpo para conocer y señala al “alma” y a la “inteligencia” como camino al conocimiento, sellando la igualdad del alma con la mente. Esta clara división decretada entre el alma y el cuerpo o entre la mente y el cuerpo, es propia de esta época del pensamiento humano que consagra a los dioses o a Dios como dueños y regentes de las almas y las mentes de los hombres y señala al cuerpo como sitio del error y del “pecado”, fértil terreno del que brotará toda la filosofía judeocristiana que pretende extenderse hasta hoy en día.

Cuestionar la veracidad de los sentidos corporales es cuestionar la veracidad de toda la realidad sensible, aquella a la que accedemos por los sentidos. ¿Mirar es ver?, la “mirada” es la “especie”, ¿cuánta verdad expresa la especie humana con su mirada, qué ve realmente de entre todo lo que mira? El cuestionamiento de Sócrates es muy tajante y profundo y nos tienta, en principio, a salir en defensa del cuerpo, esa entidad tan maltratada desde siempre. Él, en tanto, se desprende del suyo con absoluta naturalidad, supera en convicciones al mismo Cristo, que supo reclamarle a su Padre el haberlo abandonado.

¿Son los sentidos del cuerpo fuentes de fatal error, o lo es la mente como intérprete supremo?

Los sentidos corporales de un ignorante funcionan perfectamente, tanto o más aún que los de un sabio, no es el oftalmólogo quien puede librarnos de prejuicios ni es el otorrino laringólogo quien pueda colocarnos un audífono para escuchar el verdadero sentido de las palabras. Es la mente como intérprete supremo la única diferencia entre el sabio y el ignorante, pero la mente está en el cuerpo, crece y se desarrolla con él y nunca es más hábil el ojo que mira que la mente que ve, ni viceversa, la mente aprende a ver porque el ojo aprende a mirar.

La mente no es sólo la suprema intérprete del cuerpo sino la cabal expresión de su cronológica historia. No hay dicha mental que surja de la desdicha corporal, ni dicha corporal que surja de la desdicha mental, ambas funcionan al unísono en el infinito juego de los afectos. Aplicar el alma a la mente es un error tan fatal como aplicarla al cuerpo, espiritualistas y materialistas discutirán por toda la eternidad porque nunca es el error camino alguno a la verdad, más que como señal de la necesidad de cambiar el rumbo, perseverar en la huella equivocada, hace de la huella misma una verdad fallida. Dudar de los sentidos corporales es una tarea tan válida como la de dudar de las interpretaciones mentales, es el alma quien en ambas dudas busca su cabal expresión. Porque no hay modo de que el alma se exprese cabalmente en un cuerpo si no lo hace al unísono en la mente y viceversa.

Tal como se ordenan y encadenan los pensamientos y las ideas de las cosas en la mente, así exactamente se ordenan y encadenan los afectos del cuerpo.” Ética V, proposición I.

El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas.” Ética II, proposición VII.

Es Spinoza quien nos sorprende a todos con una “única substancia dotada de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia infinita y eterna.” Ética I, definición VI. Explica la mente como expresión del atributo “pensamiento” y explica al cuerpo como expresión del atributo “extensión”, ambos dos dotados de absoluta igualdad en la expresión de una esencia eterna e infinita (alma). No sólo no hay preeminencia ni supremacía entre ambos (mente y cuerpo) sino que son una y la misma cosa, atributos, que expresan la esencia infinita de la substancia dotados de absoluta igualdad. Igualdad que decreta la ecuación o ecuanimidad entre todos ellos y establece la inexistencia de unos en ausencia de los otros.

No hay tal cosa llamada “mente”, “idea”, “pensamiento”, “entendimiento” o “inteligencia”, sin esa otra cosa llamada “cuerpo”, “extensión”, “materialidad” o “corporalidad”. Siendo así, parece que Spinoza reniega de la inmortalidad del alma por la que tanto se esmeraban los argumentos de Sócrates. Si el alma es la “mente”, el “pensamiento”, las “ideas”, la “inteligencia”, todos estos cesan ni bien muere el cuerpo. Y si el alma es la concreta existencia material, las pasiones y padecimientos dichosos y tristes de un cuerpo existente en acto, todos ellos cesan también cuando muere el cuerpo. Entonces, ¿es que existe tal cosa llamada “alma”?

Si existe, no está en la mente ni está en el cuerpo, ambos expresan la esencia de la sustancia, infinita y eterna, de manera diferente. Aquello que expresa es un modo de lo expresado, una modificación o modalidad bajo un determinado atributo, pensamiento en la mente, extensión en el cuerpo. Pero aquello que expresa nunca es lo expresado, apenas es una modalidad de la expresión. La ecuación o ecuanimidad se alcanza cuando lo expresado comulga absolutamente con la expresión o cuando la expresión es fiel reflejo de lo expresado, a eso podemos llamarlo “verdad”.

Siendo la mente “una idea del cuerpo existente en acto”, su verdad es la expresión de los avatares de la existencia del cuerpo y siendo el cuerpo la composición de partes externas y preexistentes que coinciden absolutamente con una esencia infinita y eterna, su verdadera expresión no es otra cosa que esa coincidencia o comunión. En resumen, ambos dos, cuerpo y mente, alcanzan la verdad no cuando se expresan a sí mismos, en un “yo” parlante o en un cuerpo actuante, sino cuando expresan lo expresado, la esencia infinita y eterna de la Substancia que los determina. En otras palabras sería como encontrar aquello que el “yo” quiere decir, más allá de lo que dice y aquello que el cuerpo quiere hacer, más allá de lo que hace.

Es el cuerpo el ente existente por excelencia que expresa una mente como la idea actual de sí, cuando el cuerpo muere, la mente nada puede expresar de su existencia actual, ambas expresiones cesan al unísono, lo cual no significa que lo expresado desaparezca. Lo expresado es condición previa de la expresión, nada puede ser expresivo si no existe “algo” que expresar, como la luz que es condición previa de los colores que no son más que el efecto de su reflexión. La esencia que expresa el cuerpo es la misma que expresa la mente y es previa a ambos dos.

Aquello que se expresa (un cuerpo y una mente), lo expresado (una esencia o alma) y la expresión (afecciones, padecimientos, palabras y obras), son tres instancias diferentes de una misma cosa. Confundir la expresión con lo expresado es confundir la existencia con la esencia, es concebir al “yo” parlante como la expresión de la esencia de la mente (egolatría) o al cuerpo actuante como la verdad de su esencia (voluntarismo). Es concebir a aquello que se expresa (cuerpo-mente) como fiel reflejo de lo expresado (esencia o alma) y no como una más o menos fallida manera de la expresión. La distancia entre la expresión y lo expresado es la distancia entre la existencia y la esencia, entre aquello que es en otra cosa y aquello otro que es en sí. Ninguno de nosotros somos, esencialmente, aquello que decimos o actuamos, ambas expresiones traducen la pugna de aquello que busca ser expresado frente a la maraña de la expresión misma.

Hay quienes dicen que no hay esencia alguna que se exprese más allá de la concreta existencia del cuerpo, que toda intensidad proviene de la extensión como único atributo, materialismo puro sin ninguna esencialidad. Cabría preguntarse entonces, porqué tal materia carente de toda esencialidad o esencialmente supeditada a los avatares de la extensión, no tiende al más absoluto caos, y si esa fuera su tendencia o apetito, sería también su propia esencia, demostrando que tal materialidad abstracta es imposible. Pero la naturaleza nos muestra algo diferente, del caos inicial en el que suele presentarse la materia, se organizan los encuentros/desencuentros, de lo común e indiferenciado surge lo individual y diferente como un designio que hace posible las infinitas expresiones diferentes de la existencia. Si el caos fuera su tendencia, apetito, deseo o esencia, nada nos rescataría del caldo primitivo en el que los cuerpos simples y eternos, por su propia simplicidad, perseverarían como tales por toda la eternidad o darían origen a la composición aleatoria de criaturas que sólo contribuirían al caos esencial descomponiéndose. Que el caos pueda ser un estado natural no implica que sea la esencia de la naturaleza. Encuentro/desencuentro, composición/descomposición, parece ser el juego infinito de la materia y del pensamiento a través del cual se expresa la existencia, el modo existencial de la esencia.

Ni el encuentro, ni el desencuentro, son la esencia en sí, sino las modalidades o modos de su expresión. Ninguna afección es la esencia misma, pero todas son afecciones de la esencia. Los “buenos encuentros” son en la mente las ideas adecuadas, aquellas cuya realidad formal coincide con la esencia, que expresan lo expresado de la manera más perfecta. Los “buenos encuentros” son en el cuerpo, aquellos que lo componen, que comulgan en estructuras que lo expresan perfectamente. Los “malos encuentros” son en la mente las ideas inadecuadas, aquellas que ocultan, tergiversan o niegan la propia esencia dichosa y envenenan su funcionamiento con errores y prejuicios. Los “malos encuentros” son en el cuerpo aquellos que lo descomponen, que deshacen su estructura invalidando su acción, que lo envenenan, enferman y matan. No hay en nuestra naturaleza o esencia nada que nos dañe, muy por el contrario ella es pura potencia de existir, tendencia a perseverar en la existencia. Todo daño proviene de una causa externa que nos entristece, de una afección que contradice nuestra potencia de existir y disminuye nuestra perfección. Los seres imperfectos, aquellos que obran en contra de sí mismos y de los demás, no lo son por virtud de su esencia o naturaleza, sino y muy por el contrario, lo son por ignorancia, represión, tergiversación o negación de su propia naturaleza o esencia dichosa. El poder en la cultura, lejos de facilitar y promover la expresión de la esencia dichosa, la ignora, tergiversa o niega en función de sus propios intereses. Esencias sojuzgadas al poder cultural instituido se expresan en cuerpos desalmados, desanimados, esclavos que obran por extrañas voluntades.

Si el alma realmente existe y no está en el  cuerpo ni está en la mente, aquietados ambos, cuerpo y mente, el alma debería hacerse presente.

Dormir es aquietar el cuerpo y la mente, suspenderlos en sus funciones vigiles, apartarlos  de toda percepción sensible del acontecer. Todas aquellas estructuras corporales destinadas a percibir la “realidad” sensible deben ser apagadas. Oscuridad o penumbra suficiente y párpados cerrados apagan la visión, los ojos dejan de ver el entorno pero se transforman en una gigantesca pantalla donde se proyecta lo ya visto. Imágenes de la víspera se suceden una tras otra y por un mecanismo de libre asociación o de composición esencial de las imágenes nos retrotraen al pasado en el que lo vivido es revivido con el auxilio de la fantasía, que actúa aquí como una expresión del deseo. Esa remembranza de la vigilia, de lo ya vivido, debe aquietarse para que puedan expresarse niveles más profundos de la existencia. De no ser así, el insomnio se presenta como una imposibilidad de apartarnos de la “realidad” vivida y la revivimos en una rumia mental con toda la intensidad de la vigilia agigantada por las propias fantasías. Si la mente se aquieta y logra no pensar, se apaga, su función diurna se detiene, cesan las ideas, pensamientos, razonamientos o argumentos y con ellos las emociones y pasiones que nos mantenían aún despiertos. El cuerpo nada siente, la mente nada piensa y de esa “nada” a la que llamamos dormir surge, cada tanto, una conciencia más profunda. ¿Qué es eso? 

Eso es la esencia, dicha esencial e innata que pugna por su expresión. Cuanto más extraña nos parezca, cuanto más extranjeras nos resulten sus maneras, más lejos está nuestra existencia de nuestra esencia y mayor es el terror en forma de pesadillas. Algo similar describe el Budismo Tibetano en el “bardo de Dharmata” del proceso de morir. El conato, la tendencia o el apetito esencial, es decir, el propio deseo, nos resulta tan extraño que sólo lo concebimos (lo recibimos) alucinatoriamente. Fantasmagorías de las más diversas índoles disfrazan el propio y extraño deseo. De todas las ignorancias posibles, no hay una mayor que la del propio deseo. Quien se ignora a sí mismo, a su propia naturaleza o esencia, lo ignora todo, porque no hay rumbo al conocimiento de las esencias, de aquello que cada cosa sea en sí, que no parta del conocimiento de la propia esencia o naturaleza. La acuciante necesidad de soñar, que hace de esa actividad un ineludible imperativo biológico, surge de la acuciante necesidad de ser, aquello que uno fuere, aunque sea alucinatoriamente. El insomnio es hoy en día una extendida epidemia como acabada expresión de la ignorancia, represión o negación del propio y común deseo de dicha.

Creemos puerilmente que la luz de la mañana nos rescata de un inconsciente esencialmente perverso, de una inconsciencia onírica apenas concebible como alucinación. Aquello que en realidad nos muestra el inconsciente freudiano es la distancia que media entre nuestra dicha esencial e innata y nuestra dicha existencial y adquirida, entre aquello que hemos llegado a ser existencialmente y aquello que somos esencialmente. El modo existencial de la esencia y la esencia misma, confrontan en los sueños. Un cuerpo mental, igual y diferente de nuestro cuerpo físico, se mueve y actúa en los sueños, un cuerpo que expresa nuestros más profundos deseos, nuestro apetito esencial, confronta con una mente que no atina a reconocerlo, que se asusta y aborrece de sus propias capacidades y escapa despertando sobresaltada en la supuesta paz de la vigilia conocida. Habrá quien diga que el sueño es una actividad propia de la mente y que aquello que en él suceda a ella le pertenece. Pero el sueño no pertenece a la mente, aunque se exprese tanto en ella como en el cuerpo, el sueño sólo expresa la esencia, la dicha esencial e innata y es la mente, o lo que de ella hemos hecho, su principal obstáculo expresivo, al extremo de decretar el olvido. Nuevamente es aquí el cuerpo el que interpela a la mente, es el acto esencial e innato el que interpela a la idea adquirida, mostrando el desvinculo entre atributos, su inequidad o inadecuación. El espejo en la mañana nos devuelve al “yo” conocido, que inviste de puerilidad e intrascendencia el reclamo onírico.

Esa disparidad entre esencia y existencia surge de un cálculo diferencial, de una “derivada temporal” o “tasa de cambio en el tiempo” que es producto de la confrontación de la propia potencia esencial con las afecciones de la existencia.

Un afecto, que es la expresión de una mayor o menor potencia de existir o esencia, es decir, una alegría o una tristeza, no puede explicarse por la propia esencia o naturaleza, sino por su confrontación con las infinitas potencias externas y existentes comparadas con la nuestra (Ética V, proposición 33, demostración.). Nuestros afectos, “amores” u “odios”, no son producto esencial de nuestra naturaleza sino el resultado de su confrontación con las causas externas y existentes. No amamos por naturaleza aquello que es “bueno”, sino que consideramos “bueno” todo aquello que amamos y viceversa, no odiamos por naturaleza aquello que es “malo”, sino que consideramos “malo” todo aquello que odiamos. El odio produce el mal y el amor produce el bien, somos así inconscientemente gestores del “bien” y del “mal”, que carentes de toda realidad intrínseca, son producto de nuestros propios afectos, son la expresión más o menos fidedigna de nuestros propios apetitos, deseos y frustraciones.

Quien ama su propia naturaleza, quien comprende su conato, tendencia o apetito esencial, quien logra expresar su propio deseo, ama en ese mismo y sencillo acto toda otra naturaleza porque las esencias convienen todas entre sí, y aunque se deba conocer y evitar aquellas otras existencias que no nos convienen, lejos de vincularnos con ellas odiosamente, sólo las comprendemos, cambiamos el odio por amor intelectual o conocimiento. Esa es la sencilla diferencia entre el sabio y el ignorante, entre el ser humano libre y el esclavo de sus pasiones.

Sólo los afectos de alegría facilitan la expresión de la esencia en la existencia, sólo la dicha nos conduce a la verdad esencial que es siempre una y la misma expresada de infinitas maneras diferentes. Las pasiones tristes someten el alma, disminuyen la potencia de existir, en esas circunstancias el cuerpo desalmado es un autómata gestor de tristezas, las calamidades se suceden en un presunto “destino” que no es otra cosa que un “diseño” en el prejuicio y el error. Cuerpos desalmados reclaman la piedad de un dios, mentes ególatras exigen su asistencia, mientras la esencia que es su única, infinita y eterna expresión, agoniza sepultada en el error, aguardando un nuevo diseño.

Los sueños son expresiones alucinatorias del deseo, no es la alucinación un carácter propio del sueño sino la expresión de la ignorancia, represión o negación vigil del deseo. Quien vive de acuerdo a su naturaleza, tendencia, conato, deseo o potencia esencial, ama tanto sus sueños nocturnos como su vigilia diurna, a tal punto que unos y otros no son más que expresiones de una misma existencia dichosa. Todos morimos en estado de inconsciencia porque la conciencia corporal y mental es patrimonio de la existencia, pero la muerte no. La muerte como los sueños, es una expresión esencial y sólo puede concebirse (recibirse) desde la esencia misma. Morir es perder la conciencia mental y detener la actividad corporal, no hay en ello nada extraño. Lo absolutamente extraño, lo extranjero y bárbaro, es vivir en estado de inconsciencia, sin que nuestros pensamientos, razonamientos, ideas o argumentos expresen la propia esencia y sin que el cuerpo obre con toda la eficacia de su potencia.

Mentes y cuerpos desalmados se expresan como autómatas existenciales a los que el poder les dicta sus deseos, orienta su conato, tendencia o apetito como si le fuera propio, elije por ellos consolidando la herejía. Desalmar es la tarea del poder en la cultura, atomizar a Dios en infinitos dioses, atomizar al hombre en infinitos hombres, multiplicar el esencial y común deseo de dicha de las criaturas en infinitos y mezquinos deseos individuales, sepultar la comunión en infinitos destinos diferentes. Hacer del hombre el lobo del hombre y asesinar a Dios en él. Envenenar a Sócrates y crucificar a Cristo, cotidianamente.

Todos logramos en la existencia algún grado de dicha, aunque más no sea evadiéndola, pero no hay en el momento de la muerte posibilidad de evasión alguna. Aquello que evade, o sea, un cuerpo y una mente, cesan, y sólo cabe allí la expresión desnuda de la esencia. Esa expresión desnuda de la esencia sólo es posible por el abandono de la conciencia mental y corporal, lo existente y finito deja su lugar a lo eterno e infinito. El punto de contacto entre ambas condiciones, si es que acontece, sólo cabe en el asombro o iluminación ante la epifanía dichosa de la esencia.

Si la esencia se ha expresado dichosa en la existencia, no hay aquí nada nuevo, dicha por dicha. Conciencia e inconciencia no son, esencialmente, estados diferentes, la esencia es una y la misma en la conciencia vigil, en la “inconciencia” onírica o en el proceso de morir, entre ellos toda diferencia es existencial y como estamos dejando de existir, en la muerte desaparece toda diferencia en la definitiva comunión esencial. Quien fundó en sus diferencias personales el sentido de su existencia, sentirá solamente la tristeza de su propia descomposición, quien fundó en su esencia común y eterna el motivo de su existencia, comulgará en la alegría de todas las esencias.

Como la dicha esencial e innata es siempre infinitamente mayor que la existencial y adquirida, experimentamos alegría, el pasaje a una mayor perfección, aunque paradójicamente estemos muriendo. La dicha esencial es infinita y eterna, y de ella proviene toda dicha existencial, duradera y finita, todo pasaje a una mayor perfección, toda vivencia de alegría.

La alegría brota de una manifestación o epifanía que reconoce a un “buen encuentro” como causa. Del encuentro con una idea adecuada que ilumina (asombra) a la mente, del encuentro con una palabra justa que traduce el afecto en concepto, del encuentro con un cuerpo que conviene con el nuestro y compone con él una dupla más potente y finalmente del encuentro de la esencia con sí misma, la alegría surge de las esencias que convienen entre sí. La idea adecuada conviene esencialmente al entendimiento, (“Es propio de la naturaleza de la razón percibir las cosas bajo una cierta especie de eternidad”, Ética II, proposición 44, corolario 2.), la palabra justa conviene esencialmente al concepto/afecto, el cuerpo que se compone con el nuestro conviene esencialmente a su potencia. La alegría no es otra cosa que la epifanía o manifestación de la esencia en la existencia, que expresa una mayor perfección por virtud del buen encuentro.

La alegría es potencia esencial que el buen encuentro hace explícita en la existencia, precede tanto al buen encuentro que la expresa como al mal encuentro que la reprime, es patrimonio innato de la potencia de existir o esencia.

Así como toda ciencia es una reminiscencia (Fedón), toda existencia es una reedición esencial. Existir es expresar una esencia, aunque a la esencia no le pertenezca la existencia (Ética) y como a ella no le pertenece la existencia, nada de ella cambia cuando dejamos de existir. Las esencias se mueven en la existencia como la luz entre los colores, ella es siempre la misma aunque los colores la reflejen de maneras tan distintas. Sus infinitos reflejos, sus expresiones siempre diferentes, encandilan, de tal suerte que pasamos la vida eligiendo colores, bandos, facciones, absolutamente ignorantes de la comunión esencial.

Considerar la muerte como un renacimiento desactiva el principal recurso del poder en la cultura. El poder es “poder matar” y por más eufemismos que instrumente, su efecto es la desdicha, la tristeza, la enfermedad y la muerte prematura.

Como un endeble castillo  de naipes todas las estructuras de poder se desvanecen cuando las criaturas comprenden que su esencia o alma no está atada a la existencia, más allá de que se exprese en ella. El poder biomédico y su ilusoria promesa de eternidad, cesan y cesa también el encarnizamiento mercantil en prolongar la vida a cualquier precio. La acumulación de riquezas como símbolo de “seguridad” pierde todo sentido, el tener para ser pierde significado y el poder económico se desvanece ante la potencia de la esencia que obtiene de sí misma todo lo necesario.

Pero aclaremos muy bien que no se trata de instrumentar el concepto de una esencia o alma infinita y eterna, como un recurso para que las criaturas soporten condiciones miserables de existencia, como lo instrumentan algunas religiones. Ni se trata de que saber que el alma al fin regresa indemne a la existencia, resulte en un recurso que el poder perverso aproveche para sostener la tristeza. La tristeza en la que existo es idéntica a la que el poder instituido sostendrá para mi renacimiento. La tristeza en la que existo es un constructo del poder cultural instituido y perseverará intacta aguardando mi renacimiento. Se trata entonces de hacer de la existencia o del modo existencial de la esencia, algo dichoso. Para la desdicha y la tristeza, para la miseria existencial de las criaturas, no hay justificación alguna, más que la identificación de un poder abyecto que las determina y sostiene. En la tristeza y la miseria, la esencia se apaga como una llama sin oxígeno, la desdicha asfixia la potencia de existir y la esencia o alma se repliega sobre sí misma para regresar con un absoluto, idéntico e intacto, apetito de dicha.

Las existencias miserables no enaltecen la esencia o alma, muy por el contrario, la apagan prematuramente impidiendo que se exprese en su esencial apetito de dicha, en su capacidad común de modificar la existencia. El poder siembra tristeza y miseria para cosechar más poder, aplastando la potencia de las criaturas.

Las esencias se expresan en la existencia y ellas son, esencialmente, dicha, alegría, potencia de existir, y las existencias son, existencialmente, apetito de dicha, conato, tendencia, deseo de perseverar. Cuando las existencias son desdichadas, nunca lo son por virtud de sus esencias, sino y muy por el contrario, lo son por causa de los infinitos poderes existentes que impiden su expresión; la ignorancia, el prejuicio, el error y las pasiones tristes.

Aquello que en política se denomina genéricamente “las derechas”, “el conservadorismo”, o más específicamente “el neo liberalismo de libre mercado”, no es otra cosa que la implementación de dispositivos de poder sociocultural instituido específicamente orientado a reprimir la potencia esencial de las criaturas reunidas en multitud, pueblo o nación. El concepto de “alma” o “esencia”, es un concepto netamente político, el alma es el componente individual de la comunidad toda, confinarlo a las religiones o aun a la filosofía misma, es apartarlo de la cotidianeidad del existente, del aquí y ahora de cada uno de nosotros, es ofrendarlo a un poder que consciente de la potencia infinita del concepto lo mantendrá oculto bajo siete llaves.

Quien alcanza la verdadera idea de su esencia o alma, alcanza en ese mismo y sencillo acto, la idea verdadera de todas las esencias, de todo aquello que las criaturas son en sí. Semejante sabiduría implica tal potencia que conjura y neutraliza todo poder sociocultural instituido, es absoluta libertad, el fin de toda condena o aquello que Spinoza denomina “beatitud”. “La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma” (Ética V).

La promoción vana que el poder en la cultura hace de la Filosofía,  la enorme inversión que realiza en sostener filosofías erradas, en resaltar el error, aún presente en las filosofías más sabias, en tergiversar, neutralizar y negar sus abundantes verdades, apunta a sostener un mundo a-filosófico, que no ame conocer, alienado en la chatarra de una información falaz, errada y prejuiciosa, que alimenta la gigantesca herejía de un poder abyecto. Un mundo que ame ignorar y sólo pueda obedecer, un mundo desalmado y automáticamente erróneo.

Comprender la esencia de los seres y las cosas es ir más allá de su expresión existencial, es atravesar la puesta en escena de los modos y las maneras para alcanzar la esencia, la potencia esencial, que mostrándose individualmente expresa lo común, aquello que conviene a todas las criaturas, que las hace dichosas, las compone y expresa. El sabio siempre ve más allá, conoce la esencia de aquello que mira y reclama su expresión en la existencia. Su dolor y su asombro provienen de comprender la enorme distancia que media entre la esencia y la existencia de las criaturas que conforman su prójimo. El sabio ve el error más allá de la vana alegría, ve la ignorancia del ególatra que se daña dañando a los demás, ve la obcecación del voluntarioso que orienta su acción en contra de su deseo alienado en extrañas voluntades. Ve la tristeza de un prójimo desalmado por el poder cultural que se apaga día a día en el prejuicio y el error. Ve la muerte prematura en la tristeza de las “miradas” de su propia “especie”. 

La ignorancia es la fuente del miedo, del error y aún de la “maldad”, la ignorancia de la esencia o alma de los seres y las cosas nos torna endebles al poder sociocultural instituido. Jamás la idea adecuada de la propia y común esencia dichosa nos será facilitada por un poder que se soporta en la ignorancia, el miedo y el error, en la división abstracta de las almas que atomizadas en infinitos diseños diferentes, pierden definitivamente la potencia de su esencia común y dichosa.

                                            

domingo, 15 de julio de 2012

EL ALMA







I



En “La Ética”, Spinoza casi nunca utiliza la palabra “alma”, él emplea casi siempre la palabra latina “mens” que significa “mente”. No obstante, esa palabra es sistemáticamente traducida como “alma”. Este “error” de traducción produce un error de interpretación de todo el sistema de pensamiento spinociano, en especial en Ética II, “Del origen y la naturaleza del alma”, que debería traducirse como, “Del origen y la naturaleza de la mente”.

En este presunto error, que los traductores justifican, se encuentra la raíz misma del hermetismo en el que ha quedado encerrada la verdad del pensamiento spinociano. La verdad de un pensamiento no radica en otra cosa que en su capacidad de expresar eficientemente el acontecer de las cosas, los seres y los hechos.

La confusión de la palabra “mente” con la palabra “alma”, hace prácticamente ininteligible a Ética II, que es precisamente aquella parte de La Ética en la que Spinoza explica “La naturaleza y el origen de la mente”, es decir, la naturaleza y el origen del pensamiento humano. Minada la idea se contamina todo el pensamiento.

Ya René Descartes logró abstraer, separar, la mente del cuerpo, en un dualismo que cimentó todo su imperio, el “pienso, luego existo” es una clara jerarquización del pensamiento por sobre la extensión o corporalidad. Abstraída la mente del cuerpo, se la separa de su causa eficiente y próxima y se pierde definitivamente toda posibilidad de definirla genéticamente, o sea, adecuadamente. Para Spinoza, la definición correcta es la genética, aquella que incluye en la definición la causa de lo definido. Para definir “mente” es necesario apelar al “cuerpo” como su causa próxima, así lo hace Spinoza en Ética II, proposición 11, “Lo primero que constituye el ser actual de la mente humana no es nada más que la idea de una cosa singular existente en acto” y en la proposición 13, “El objeto de la idea que constituye la mente humana es el cuerpo, o sea, cierto modo de la Extensión existente en acto, y nada más.” La mente es una idea del cuerpo existente en acto.

Así la mente confundida con el alma, es exilada al campo de lo abstracto y es vinculada a la “suprema abstracción”, un dios absolutamente perfecto que crea de la nada y no necesita dar cuenta al entendimiento humano de las causas de su perfección. Un dios que sólo puede ser amado por la fe y no por la razón.

Spinoza procede de manera absolutamente diferente. Comienza su Ética I, “De Dios”, con la definición de “causa de sí”, es decir, “aquello cuya esencia implica la existencia”, o sea, aquello cuya naturaleza implica existir, que existe por sí. La causa de Dios es su propia naturaleza, Dios es de naturaleza causal y es causa de sí y de todo aquello que es. Lo define como: “un ser absolutamente infinito (infinitamente más complejo que un todo, que implicaría determinación), esto es una substancia (única) que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia infinita y eterna.”

La univocidad está presente desde el principio en la definición de Dios y da cuenta de un monismo que contradice definitivamente al dualismo cartesiano y que puede ser comprendido por el entendimiento humano. Un Dios comprensible, al que no se lo ama por la fe sino por la razón. Estas primeras definiciones de La Ética nos resultan abstractas, aún separadas de sus causas, porque Spinoza nos está mostrando el producto final de su pensamiento, mientras que nosotros sus lectores, apenas comenzamos a pensar con él.

Ya desde su definición, destinada al entendimiento humano, Spinoza concede a la constitución divina “infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia infinita y eterna.” La inclusión de los infinitos atributos en la definición de Dios está destinada, diseñada, para el entendimiento humano. No aparece en ella lo “infinitamente perfecto”, como en Descartes, que requeriría de una definición previa de “perfección”, sino lo “absolutamente infinito”, aquello que carece de toda determinación y que no podría ser concebido, recibido, ni comprendido por ningún ser determinado (humano) sin el auxilio del concepto de “infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia infinita y eterna.” Es el concepto de “atributos” que implica el de “esencias” el que hace a Dios inteligible.

Claramente, en la definición de “atributo” queda explícita su función didáctica, “aquello que el entendimiento percibe de la Sustancia como constitutivo de la esencia de la misma.”. Es decir, el “atributo” es aquello que el entendimiento humano percibe de la Sustancia Infinita (Naturaleza Naturalizante o Dios) como lo que constituye Su esencia. De los infinitos atributos de la Sustancia, sólo nos son dados a conocer dos; la “extensión” o corporalidad y el “pensamiento” o entendimiento, porque son aquellos que nos constituyen en un cuerpo y una mente. O sea que la esencia infinita de Dios sólo puede ser percibida por nosotros a través de la esencia que expresan los cuerpos y las mentes. La esencia o alma no se expresa por sí, sino en otra cosa, por la cual puede ser concebida.

En Ética II, definición I, Spinoza define “cuerpo” como “el modo que expresa de forma cierta y determinada la esencia de Dios, en cuanto se lo considera como cosa extensa.”, es decir, bajo el atributo de la extensión o corporalidad y no otro. Habiendo definido “modo” en Ética I, definición V, como “las afecciones de la sustancia, o sea, aquello que es en otra cosa, por lo cual también se la concibe.” Pura inmanencia sin trascendencia, Dios no trasciende en su creación como el mueble trasciende al carpintero, Dios persevera en ella como el padre persevera en el hijo. Concluimos entonces que el cuerpo es una afección divina, aquello que expresa la esencia extensa de Dios en otra cosa, así como los hijos expresan la esencia de sus padres en otra cosa.

La visión de Spinoza es absolutamente revolucionaria, Dios no se expresa en una idea que lo haría todo inteligible, más de lo que se expresa en un cuerpo existente en acto. Ahí está su verdadera revolución, la consideración del “cuerpo” como una afección divina en absoluta igualdad con una “mente” que es su idea.  

Los dos atributos de la Sustancia que nos son propios, la “extensión” o corporalidad y el “pensamiento” o entendimiento, expresan su esencia infinita con absoluta igualdad. No hay un “pienso, luego existo.”, hay un existo, padezco y pienso, los tres términos de esta “ecuación” están ligados por un concepto clave en la filosofía de Spinoza, el concepto de “esencia”.

En Ética I, proposición 30, Spinoza dice, “Un entendimiento finito o infinito en acto (es decir, un entendimiento individual o el infinito entendimiento de la humanidad toda en todos los tiempos) debe comprender los atributos de Dios y sus afecciones (o modos) y nada más.” Así delimita claramente cuál es el objeto del entendimiento humano, cual es el objetivo del conocimiento de la mente. Un entendimiento finito o infinito en acto debe comprender la expresión de la esencia infinita de Dios en sus atributos y en sus modos o modificaciones, es decir, en sus criaturas.

Si leemos bien comprendemos desde el principio que la palabra genética, que implica la causa de lo definido en la misma definición y que explica toda idea adecuada, es la palabra “esencia”.

Ya desde la primera definición, la de “causa de sí”, Spinoza utiliza la palabra “esencia”. Esa palabra reaparece en el concepto de “atributo” que está claramente destinado y vinculado al entendimiento humano y lo auxilia para poder concebir, recibir, la idea de Dios. Dios sólo puede concebirse, recibirse, por la expresión de sus infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia infinita y eterna. Fuera de sus atributos que expresan su esencia, es el absoluto indeterminado. Dios sólo puede concebirse por aquello que Él es en otra cosa, por la expresión inmanente de Su esencia, en otras esencias.

Esto traza una frontera definitiva, no puede concebirse, recibirse, el pensamiento de Spinoza, si no se concibe, recibe, la idea de “esencia”. Confundida la “mente” con el “alma”, se impide toda vinculación del “alma” con la “esencia” y se impide a la vez todo entendimiento esencial. Se confunde la “mente” con la “esencia” en un constructo idealista y antropomórfico que atribuye a Dios conductas humanas.

Aquello que Spinoza dice claramente desde un principio es: yo parto de la idea de esencia. Recién en la definición II de Ética II, precisamente en la que habla “de la naturaleza y el origen de la mente”, Spinoza define la palabra “esencia” (“aquello que puesto pone la cosa y que quitado, la quita”). Nos está diciendo que el significado de esa palabra es fundamental para comprender la naturaleza y el origen de la mente humana, a la que ese capítulo se refiere.

La mente que concibe o recibe una idea de la esencia es, precisamente, la mente humana, fuera de esa operación no habría ninguna otra esencialidad en la mente humana. El significado de la palabra “esencia” o “alma”, es aquello que puesto pone la naturaleza humana y quitado, la quita.

La idea de “esencia” es aquella que liga la idea de Dios con la idea de sus “atributos” y la de sus “afecciones” o “modos” al entendimiento humano. Sin ellas la idea de Dios es una entelequia abstracta, tal cual la conocemos en nuestros días. La idea re-ligadora o religiosa, si se quiere, del pensamiento de Spinoza, es la idea de “esencia”. Si leemos bien, comprendemos desde el principio que la palabra genética, que implica la causa de lo definido en la misma definición y que explica toda idea adecuada, es la palabra “esencia”.

La pirueta de la errónea traducción, presente desde el título de Ética II, reemplaza la palabra “mente” por la palabra “alma”, con lo que logra empantanar ya desde un principio todo el pensamiento de Spinoza, empantanando todo el entendimiento humano. Su clara intensión de hacer de Dios y de todas sus criaturas entes concebibles para el entendimiento, queda neutralizada. El anti-cartesianismo  de Spinoza se desmorona como un castillo de naipes y la idea de Dios permanece tan hermética como en Descartes, por virtud de una “mente” confundida con un “alma”.

La palabra “alma” sólo puede equipararse en el pensamiento de Spinoza con la palabra “esencia”, quizás porque empleó mucho esta última no necesitó recurrir a aquella. Confundiendo la mente con el alma, no sólo se confunden ambos conceptos haciéndose incomprensibles, sino que, con un alcance mucho más devastador, se vacía de sentido a la palabra “esencia”, que es central en su pensamiento.

El error resulta tan grosero que parece increíble, no obstante todas las traducciones de La Ética lo repiten. ¿Porqué no tradujeron la palabra “esencia” por la palabra “alma”?, porque siendo la pirueta igualmente incorrecta, los resultados hubieran sido infinitamente menos devastadores.

Las teorías conspirativas no suelen ser agradables, sin embargo, la adherencia imprescindible que el poder muestra por el pensamiento de Descartes, en el cual indudablemente se cimienta, nos hace comprender que el traductor cayera, como todos caemos, en la trampa del poder, especialmente porque el pensamiento de Spinoza enaltece la potencia que es precisamente su antídoto. La palabra “potencia”, puede ser traducida en Spinoza indistintamente como “esencia” o como “alma” sin alterar mayormente el sentido de su pensamiento.

La operación para desactivar la estrategia de esa “errónea” traducción, consiste en re-traducir la palabra “alma” por la palabra “mente” en todas y cada una de las definiciones, proposiciones, demostraciones y escolios de La Ética, ya veremos en cuál o cuáles no es necesaria esa operación.

La zancadilla que nos hace el lenguaje en su traducción pone en evidencia el principal objetivo del poder cultural, el de ocultar. Pero el lenguaje encierra en sí mismo la potencia del significado, que es esencialmente revelador, aunque toda revelación sea un nuevo velado.

Los alcances de esta trampa lingüística van mucho más allá de la obra de Spinoza y llegan a pensadores contemporáneos como Gilles Deleuze, que repite la errónea traducción de La Ética. Él parece confundir el alma con su idea al decir: “el alma es una afección o modificación de Dios bajo el atributo pensamiento” (“Spinoza y el problema de la expresión”, capítulo IX, página 140). Obviamente está utilizando la palabra “alma” en lugar de la palabra “mente”, la frase correcta sería “la mente es una afección o modificación de Dios bajo el atributo pensamiento”. La palabra “alma” suscita acertadamente en el lector connotaciones “esenciales”, por lo que parece decir que “la esencia de Dios se expresa bajo el atributo pensamiento”, lo cual repite la misma inequidad o inadecuación de Descartes, a favor de la mente y en detrimento del cuerpo, el “pienso, luego existo”. Sin quererlo, Deleuze repite a Descartes y traiciona a Spinoza.

Si tradujéramos la palabra “esencia” que Spinoza utiliza desde su primera definición, por la palabra “alma” que él casi no emplea, concluiríamos que no hay más esencia o alma en la mente de la que hay en el cuerpo y que ambos dos, mente y cuerpo, son la expresión de la esencia infinita de la sustancia a través de las infinitas esencias de sus atributos infinitos, dotados de absoluta igualdad.

Como toda idea, la de la esencia o alma debe formarse en la mente, en ese único sentido la idea de la esencia o alma es un dominio de la mente, pero no lo es la esencia o alma en sí, que se expresa igualmente en la mente como en el cuerpo por virtud de las infinitas esencias de los atributos infinitos dotados de absoluta igualdad. Jerarquizar la idea de la esencia o alma por sobre la esencia en sí, jerarquiza el atributo pensamiento por sobre el atributo extensión, recayendo en el dualismo cartesiano que Spinoza pretende subvertir. Además jerarquiza la idea por sobre la cosa ideada, en un idealismo que es una definitiva trampa.

Parecería decirse que la esencia o alma no puede ser expresada por el cuerpo mismo sin el auxilio de la idea. Eso reduce la Beatitud o felicidad a un dominio de la mente en claro detrimento del cuerpo y pone al amor intelectual por sobre el amor corporal. Convengamos que es el cuerpo como expresión del atributo extensión, quien muchas veces nos señala el camino a la felicidad, mucho antes que la mente, como imperio de las ideas, logre alcanzarlo. Ante la duda, tanto mental como corporal, suele ser el cuerpo el que tiene la razón, aunque la razón parezca ser un patrimonio de la mente. Muchas veces, por no decir casi siempre, el cuerpo tiene razones que la mente no comprende.

La muerte misma, como acto final del devenir existencial, parecería ser un asunto corporal. Es el cuerpo quien nos sorprende muriendo frente a una mente anonadada, y es una mente anonadada la que no comprende su propia finitud. Nunca hay esa “nada” que anonada, ni siquiera y muy especialmente en la muerte misma, ella es el resultado de un poder cultural que abstrae, separa, para confundir y controlar.

La utilización de la palabra “alma” confunde al entendimiento humano por sus infinitas connotaciones oscuras, revelada como “esencia” logra la claridad que siempre le fue esquiva. Confundida con la palabra “mente”, obtura el pensamiento tanto para comprender la propia esencia o alma, como para comprender la mente.

Deleuze, en el mismo párrafo mencionado, además de confundir la constitución del alma con su idea, la equipara al “espíritu”, en un nuevo embrollo que es necesario desenredar.

La idea del alma o esencia es su expresión en el atributo pensamiento, pero siendo la mente el producto de las ideas de las afecciones de un cuerpo existente en acto, el alma es en principio una afección corporal y por esa sola virtud llega a ser una idea mental.

¡¿Quién es el que piensa, sino el cuerpo mismo?!

El alma o esencia se expresa tanto en el silencioso atributo pensamiento como en la acción de un cuerpo en el movimiento y el reposo. No se expresa más la esencia o alma en el silencioso pensamiento de lo que la expresa el movimiento y el reposo de un cuerpo y, en prodigiosa síntesis, la epifanía o manifestación de ambos atributos a la vez en la sonora habla.

El significado de la palabra “alma” o “esencia” le da sentido al habla, cualquiera sea la lengua que se emplee y configura un espíritu. El significado de las palabras es su “esencia” o “alma”, aquello que pone a las cosas, los seres y los hechos en el lenguaje y que quitado, los quita, y que indefectiblemente expresa la esencia o alma del hablante. La esencia o alma de las palabras, es decir, los significados, convienen absolutamente con la esencia o alma del hablante, expresándolo en un espíritu. Todas las esencias convienen entre sí.

La palabra “espíritu” deriva del latín “spĩrare”, “soplar”, “respirar”, y no significa otra cosa que la espiración consciente en un habla. El habla es la expresión en acto del espíritu, que si bien no se ve se puede oír perfectamente.

Ese “error” de traducción, como tantos otros, pretende alejar definitivamente el pensamiento de Spinoza del entendimiento humano, pero además pretende religarlo al dualismo cartesiano, neutralizándolo.

¿Porqué sería necesario hacer tal cosa? Porque es indispensable para sostener un mundo que adjura de la idea de “esencia” o “alma”, un mundo desalmado.

Las distintas religiones se adueñaron de la palabra “alma” y la definieron a su antojo y beneficio, religándola a un dios sobrenatural que crea de la nada, y de cuya misma nada devienen los monarcas y los aristócratas, devenidos dictadores y oligarcas, que imperaron e imperan sobre un universo de cuerpos esclavos sometidos a Teísmos y Deísmos abstractos. Spinoza es un demócrata que florece en la República holandesa del siglo XVII y declina y muere con ella. Su obra es la más monumental construcción racionalista que acerca definitivamente la idea de “esencia” o “alma” al entendimiento humano y demuele el poder de los Teísmos y Deísmos aún imperantes.

Parafraseando a Ivon Guebara una monja católica y feminista, la religión es el opio de los pueblos mientras persevere en clave machista, patriarcal e imperial.

Puede intuirse entonces el peligro que el pensamiento de Spinoza representa aún hoy en día, para un mundo en el que imperan Teísmos y Deísmos esclavizando a la multitud. A Spinoza se lo trató de “ateo” porque demuele la construcción del dios cartesiano, o de “panteísta” por difuminar en los infinitos modos o criaturas su idea de Dios.

El dios sobrenatural, que crea de la nada, separado genéticamente de la naturaleza misma y concebido como la “suprema abstracción”, coincide absolutamente con el concepto abstracto de “dinero” que impera, reunido en capital, en la real expresión de los Teísmos y Deísmos, el capitalismo, que atravesó incólume monarquías, aristocracias y democracias hasta nuestros días. 

Si el alma o esencia es algo abstracto, separado de un cuerpo y de una mente, es decir, de un obrar y comprender, sólo puede encontrar su equivalencia “real” en otra absoluta abstracción. La idea abstracta de un alma separada de la naturaleza toda y regida por un dios sobrenatural que crea de la nada, sólo puede “materializarse” en un constructo absolutamente abstracto ligado definitivamente a la variabilidad numérica, a la abstracción de las cantidades; eso es el dinero, que todo lo puede porque nada es y que reduce toda criatura a mera mercancía. Así como ese dios ha creado todo de la nada, el dinero crea de la nada misma.

Abstraer el alma del cuerpo es matar en vida, es desalmar, concebir un autómata corporal sujeto de abstracciones, que piensa y obra abstraído de las causas de su acción y pensamiento. Equiparar el alma a la mente, como pretenden las fallidas traducciones de la Ética, supone confundir la necesidad o compulsión a pensar, propia de la mente, con el ansia o apetito por conocer, propio de la esencia o alma y hace de la “verdad” un patrimonio del pensamiento que encaramado en abstracciones, crea y cría una realidad abstracta. El ruido, la contaminación visual y auditiva, tan propias del mundo capitalista, nos prohíben el silencio, que como las pausas que separan las palabras en frases, es el sitio del significado. Así como el silencio corporal es la expresión del bienestar, de la dicha del cuerpo, que se expresa en silente eficacia, el silencio mental es indispensable para que la mente alcance el significado, es decir, la sabiduría o Beatitud.

Es necesario conocer “algo”, una sola cosa sea cual fuere, adecuadamente, es decir por su causa genética o esencial, para que ya luego la mente sólo quiera y pueda conocer de esa manera. La dicha de la mente es la de la comprensión así como la del cuerpo es la composición y comunión, la compasión dichosa.









II



La idea de “esencia” o “alma” es absolutamente central en el pensamiento de Spinoza y no tiene otro sentido que hacer inteligible la idea de un Dios inmanente, cuya esencia infinita o alma se expresa en sus infinitos atributos dotados de absoluta igualdad y en sus propias modificaciones o modos (criaturas) existentes en acto. Un Dios vivo, que expresa el infinito en la finitud o duración.

Quitada la palabra “alma” de la palabra “esencia” y puesta en la palabra “mente”, se vuelve a caer en la abstracción cartesiana, en el “pienso, luego existo”, concepto abstracto carente de causa genética al concebirse separado del cuerpo. La mente así transformada en imperio abstracto elucubra la “suprema abstracción”, un dios sobrenatural separado de toda naturaleza que crea y cría de la nada misma. El cuerpo así transmutado en entidad abstracta y desalmada, en criatura hecha de la nada, es sujeto maleable de esclavitud y sus apetitos son poco menos que tentaciones de un demonio tan abstracto como ese dios.

Nada hay más peligroso y dañino para la mente humana que la elaboración de ideas abstractas, separadas de su causa próxima y eficiente, naderías vaciadas de toda naturaleza. Nada hay más dañino para la mente humana que la idea de una “nada”, que asfixia al entendimiento en el nihilismo y su imaginación trepa desmesuras guiada por su ciego apetito de dicha, desligada de toda razón y naturaleza.

El ser humano es, esencialmente, la única criatura que imagina, y su imaginación, potencia humana por excelencia, guiada por su esencial apetito de dicha o “alma” es objeto prioritario del poder cultural, tanto como la imaginación de la multitud devenida política. Porque es imaginando que alcanzamos alguna razón, se hace necesario controlar y guiar la imaginación humana para modular y regular su capacidad de razón. Atrapada la imaginación en señuelos encantadores y abstractos, naderías, se clausura toda capacidad de razón, razonamiento y entendimiento, es decir, se clausura el atributo pensamiento y se esclaviza al cuerpo.

Las personas o individuos no alcanzan la felicidad o Beatitud por las mismas razones que la hacen inalcanzable para la multitud reunida en pueblos o naciones. Aquello que hace feliz a una persona es idéntico a aquello que hace feliz a la multitud. Las ideas abstractas, separadas de su causa eficiente y próxima son causa de desdicha y error, para el individuo y para la multitud, en tanto la causa eficiente y próxima de una persona es su propio prójimo. El pensamiento racional devenido de la imaginación es para las personas lo mismo que la política es para los pueblos o multitudes. La política es la imaginación y el pensamiento de los pueblos. Abjurar de la política en las comunidades tiene el mismo efecto que adjurar de la imaginación y la razón en las personas o individuos; el fracaso, el error y la desdicha.

Aquello que creemos por la sola virtud de la imaginación, puede ser precisamente aquello mismo que obture toda capacidad de razonamiento y comprensión. Las creencias y opiniones, es decir, los prejuicios, son precisamente aquello que obtura la capacidad de juicio del razonamiento y la comprensión.

¿Por qué la opinión pública ha decretado que no conviene hablar de política ni de religión? Porque en ambos campos del pensamiento humano se ha obturado imaginativamente toda capacidad de razón y comprensión, reduciéndolos a un terreno de pasiones y padecimientos. Vedados ambos campos, la idea del alma o esencia como apetito de dicha individual y la de la política como idea del bien común, resultan ininteligibles.

En lugar de abstenernos de hablar de política o religión por prevención de las pasiones, deberíamos preguntarnos por qué nos apasionamos al hablar de política y religión, al extremo de obturar todo intercambio lúcido de significados. Vaciados ambos conceptos de toda racionalidad, obturada para ellos la imaginación como camino a la razón y la comprensión, se habilitan las pasiones y los padecimientos como su única e inevitable expresión. La ignorancia apañada por las creencias, opiniones y prejuicios es el principal recurso del poder para impedir toda comprensión, sembrando desdicha para cosechar más poder.

En Spinoza toda su obra pretende orientarnos hacia el conocimiento de las esencias, presentes en los atributos que nos aproximan a la idea de Dios y en los modos o modificaciones, las criaturas, que habitan la existencia. Spinoza no es esencialista por prejuicio religioso, ni siquiera por herencia académica, Spinoza es esencialista por imperio de la razón, al extremo riguroso de apelar a un orden geométrico para sus textos. La idea de esencia o alma es una conclusión inevitable del entendimiento humano y por eso es su principio. Creemos en algún dios por imperio del pensamiento humano, que necesita alguna explicación o idea de su esencia o alma. No es dios quien nos dará una idea del alma, es el alma quien nos dará a Dios.

La idea de esencia que aparece en la primera definición de La Ética, la de “causa de sí”, inicia la serie de definiciones por ser la expresión de la potencia del entendimiento spinociano, que no expresa otra cosa que la potencia del entendimiento mismo. Para Spinoza, la causa de una idea, sea cual fuere, reside en la potencia del entendimiento como propiedad común y eterna y no como el poder de un determinado sujeto pensante o método.

La idea de esencia o alma no es un instrumento previo a la existencia misma y al pensamiento, que nos debe ser dado y que lo pone en marcha, sino que es el producto de su ejercicio, la potencia del entendimiento se expresa pensando y es el “libre” ejercicio del pensamiento mismo el método para pensar. Ese “libre” ejercicio del pensamiento mismo, atravesando opiniones, creencias y prejuicios, es decir, conocimientos vagos, es el que nos conduce indefectiblemente hacia una idea de la esencia o alma, nos orienta por ser el origen esencial y dichoso.

No alcanzamos ninguna “verdad” porque pensamos, es la potencia del entendimiento mismo quien, más tarde o más temprano, nos confronta con la “verdad” esencial. No somos nosotros mismos quienes pensamos, es la potencia del entendimiento la que nos piensa y es su infinita sabiduría la que supera ampliamente nuestra propia existencia o duración, cuando alcanzamos las condiciones de su absoluta expresión. Así como no es nuestro propio cuerpo el que existe, sino la reunión de infinitos conjuntos infinitos de cuerpos simples y eternos que componen convenientemente nuestra complejidad esencial y nos conducen en una “derivada temporal” o “tasa de cambio en el tiempo” a la que llamamos duración o vida.

Esa palabra “esencia” o “alma” usada en la primera definición de La Ética resulta para nosotros hermética o abstracta, aún después de Ética II en la que es definida, es necesario llegar a Ética V para alcanzar su profundo significado, como es necesario para cualquier criatura pensante transcurrir la propia existencia para alcanzar alguna idea de la esencia.



III



Si la esencia o alma es lo dado, “aquello que puesto pone la cosa y que quitado, la quita,” es también aquello que persevera más allá de lo adquirido. Por concepción o recibimiento (de partes externas y preexistentes) adquirimos un cuerpo y con él una mente, que expresan existencia, pero adquirimos sobre lo dado, una esencia o alma. Jamás se adquiere nada sobre la “nada”. La idea tan piadosa de un dios que crea de la nada, nos hace plausible la idea de que existe “algo” a lo que llamamos “nada”, esa idea es la tumba del entendimiento humano, el sepulcro del significado, el definitivo exilio del concepto y del afecto, el sinsentido. Encarcelada la mente en naderías, privada de conceptos, se priva al cuerpo de afectos y se lo condena a las afecciones y los padecimientos, que ya no serán nunca el rumbo hacia algún significado, sino el agotamiento mismo en la apatía. “El hombre ignorante ni bien deja de padecer, deja también de ser.”

La suma aleatoria de cuerpos simples, externos y existentes, no configura ninguna duración, realidad ni perfección, sino en tanto expresa las relaciones características de una esencia o alma, infinita y eterna. Las partes simples no expresan ninguna complejidad sino en función de las infinitas relaciones características de una esencia, infinita y eterna. La naturaleza no crea de la nada ni crea (cría) cualquier cosa, crea a partir de lo que hay aquello que su infinita potencia comprende, en ella comprender y crear (criar) son una y la misma cosa. Comprender y componer, son verbos unívocos que expresan la dicha de la naturaleza. Son acciones unívocas de la naturaleza que hace con lo hay aquello más perfecto, su entendimiento infinito y su obrar infinito son una y la misma cosa, libre de toda voluntad o finalidad. La naturaleza acontece unívocamente frente a un entendimiento humano que cree comprender antes de obrar en un “pienso, luego existo”. No comprende más la mente humana que aquello mismo que obra el cuerpo, ni obra más el cuerpo que aquello mismo que la mente comprende. La mente y el cuerpo son la expresión biunívoca de la esencia o alma. La univocidad de los atributos de la Sustancia es definitivamente herida por el dualismo cartesiano, que hace de la mente un imperio y del cuerpo el terreno del sometimiento y la esclavitud.

Sólo se compone aquello que se reúne por virtud de las infinitas relaciones características que expresan una esencia infinita y eterna, y que no se expresa en sí misma, sino en relación con las infinitas esencias existentes en acto.

“H2O” es la fórmula que muestra los cuerpos simples y eternos que componen el agua, pero nada nos dice sobre las infinitas relaciones características de la esencia misma del agua con otras esencias existentes en acto. El conocimiento abstracto desaparece los cuerpos en función de una idea separada de toda naturaleza.  Así el agua es humedad, bruma, niebla, nube, llovizna, lluvia, mar, río, océano, granizo, nieve, hielo, témpano, glaciar, polo terráqueo, todos estos cuerpos son agua, incluido el setenta por ciento del nuestro.

Aquello que determina el ser de las cosas, los seres y los hechos, nunca es la reunión de sus partes simples y eternas por su propia simplicidad, sino la relación de su esencia, infinita y eterna, con las infinitas esencias existentes en acto. De esa relación surge la “derivada temporal” o “tasa de cambio en el tiempo” que hace de la nieve un témpano y de la lluvia un mar, del mar una nube y del río un desierto.

El témpano y la bruma son una y la misma cosa expresada de modo diferente por virtud de las infinitas esencias de las causas externas y existentes que afectan la esencia del agua. El témpano y la bruma, dos cuerpos con caracteres y éticas diferentes expresan una y la misma cosa en diferentes existencias que pueden infinitas cosas diferentes. El témpano tajea como el más duro acero, la bruma enceguece, borra los contornos del mundo. Del mismo modo el hombre sabio y el ignorante no son, esencialmente, cosas diferentes, una sola y misma esencia los habita, “aquello que puesto los puso y que quitado, los quita”. Nadie sabe lo que puede un cuerpo en sus infinitos modos diferentes. El hombre ignorante sólo puede padecer “y ni bien deja de padecer, deja también de ser”. El hombre sabio conoce la dicha de su esencia y “a nada teme menos que a su propia muerte”.

Cuatro bases nitrogenadas; adenina, guanina, citocina y triptofano, configuran en sus infinitas relaciones características, un código genético. Los cromosomas no son otra cosa que las infinitas relaciones características de esas cuatro bases nitrogenadas entre sí, enrolladas en sí mismas. Cuatro ladrillos elementales determinan la extensión o corporalidad del malvón y del caballo, dos cuerpos diferentes que pueden cosas diferentes son, esencialmente, una y la misma cosa “que puesta los pone y que quitada los quita”. No son esas cuatro bases nitrogenadas sino  sus infinitas relaciones características en una secuencia de ADN. No son la reunión de los cuerpos simples y eternos que los componen, sino la infinita complejidad de las infinitas relaciones características de su esencia infinita y eterna en la existencia.

En función de su extensión o corporalidad esos cuerpos piensan, el malvón en la luz y la humedad, el caballo en muchas cosas en tanto es más complejo. Así como no se nos ocurre comparar sus perfecciones, en tanto ambos son tan perfectos como lo expresan sus esencias, tampoco podemos comparar dos malvones entre sí, ni dos caballos. Sus códigos genéticos son sólo idénticos a sí mismos, aunque sean similares entre sí. Nunca hay dos cuerpos idénticos aunque pertenezcan a una misma “especie”, a un mismo género, tampoco hay dos esencias o almas idénticas, aunque todas convengan entre sí y sean una y la misma cosa.

La esencia del propio cuerpo sólo se expresa en la existencia, en la que confronta con las infinitas causas externas que la afectan, la función de la esencia es existencial, aunque a ella no le pertenezca la existencia (E I, proposición XXIV), sólo expresa la esencia de la Sustancia Infinita a la que le pertenece existir (E I, proposición VII).

Las esencias en la existencia expresan un apetito que es común a individuos de una misma “especie” o “género”. Todos los malvones apetecen luz y humedad y todos los caballos apetecen muchas cosas en función de su complejidad. Pero las esencias son aún comunes entre individuos de “especie” diferente, si obviamos la especificidad del apetito, la peculiaridad de su deseo, todas las criaturas buscan una y la misma cosa, satisfacer su dicha esencial e innata para perseverar en la existencia.

Del mismo modo, el ser humano no puede ser reducido a las partes simples que lo componen, biología molecular y genética, ellas mismas eternas por su propia simplicidad, ni siquiera a sus partes más complejas, un cuerpo y una mente que expresan en él los dos atributos de la Sustancia que le son propios. El ser humano se expresa en las infinitas relaciones características de su esencia individual o alma, en relación con las infinitas esencias existentes en acto. Así, será; manso o rebelde, obediente o díscolo, fuerte o débil, egoísta o generoso, sabio o ignorante, bueno o malo, vicioso o virtuoso, sano o enfermo, loco o cuerdo, por virtud de la expresión de su esencia en acto afectada por las infinitas esencias existentes. La “derivada temporal” del alma humana, su “tasa de cambio en el tiempo”, no es otra cosa que la vida misma, expresión o inexpresividad esencial, beatitud o desdicha.

La beatitud de la que tanto habla Spinoza, no es otra cosa que la felicidad a la que todas las criaturas aspiran y no es el producto de un estado especial ni alterado de la conciencia, tampoco un concepto abstracto ligado a inabordables lejanías, menos aún un premio post-mortem al alma “buena”. “La beatitud o felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma”, entendiendo por “virtud” a la expresión de la esencia dichosa o alma en la existencia.

La esencia individual o alma se expresa actual y perfectamente en relación a las afecciones que le producen otras esencias existentes en acto, en un aquí y ahora al que llamamos “realidad”, así como el agua se hace bruma, nube, lluvia o témpano, según las afecciones de su esencia en la existencia misma o, en modo geométrico, el triángulo expresa su perfección en la suma de sus ángulos internos siempre igual a dos rectos.

Las características de una determinada existencia no expresan nada más que la afección actual de su esencia por virtud de las infinitas esencias existentes en acto que la afectan.

El hombre miedoso no expresa nada más que su propia impotencia esencial frente a causas externas que supone poderosas, a la suposición de un poder mayor, corresponde mayor miedo e impotencia. El hombre esperanzado no expresa nada más que una dicha esencial e inconstante frente a una causa externa que supone apenas probable, así como el desesperanzado expresa una desdicha esencial e inconstante frente a una causa externa que supone inevitable. El hombre prudente o cauto, expresa una esencia que conoce las causas esenciales y externas que lo superan ampliamente, así como el imprudente o incauto, supone en su ignorancia, poder doblegarlas. Siempre hay y habrá causas externas que nos superan ampliamente y pueden destruirnos.

El hombre que odia expresa la carencia de amor, así como el que ama expresa su abundancia. Ni la carencia, ni la abundancia, son cantidades absolutas ni determinadas, sólo resultan de un cálculo diferencial que expresa la propia potencia esencial y dichosa comparada con la de las causas externas y existentes. Toda alma es capaz de amar u odiar, según las afecciones de causa externa que padezca en su existencia y es tan perfecta cuando ama como cuando odia, independientemente de que eso sea bueno o malo para sí. .

Las ideas cuando son inadecuadas, es decir, cuando no expresan la dicha de una esencia, detienen e impiden su expresión, así como los cuerpos maltrechos o maltratados, descompuestos, entorpecen toda acción. Erradicando toda idea de la esencia o alma, atrapándolas en las construcciones imaginativas y abstractas de la religión, se coloniza la mente con la idea de un dios abstracto y sobrenatural que crea de la nada y se la separa de un cuerpo que abstraído y desalmado es sujeto maleable de dominación y esclavitud.

La idea de “esencia” o “alma” es una conclusión inevitable del entendimiento humano y como tal debe ser prevista por el poder cultural. Esa previsión se actúa y expresa en los significados religiosos, que pretenden religar abstractamente aquello que está ligado naturalmente. Los significados falaces, erróneos, abstractos, configuran trampas para el entendimiento humano, que vaciado de conceptos, es decir, de afectos, es sujeto maleable de afecciones, pasiones y padecimientos. En el significado de la palabra “alma” o “esencia” se alcanza la verdadera capacidad del entendimiento humano, es decir, la idea adecuada o genética que hace capaz a la mente de alcanzar la sabiduría, felicidad o beatitud. La mente que alcanza la idea adecuada de su esencia o alma no puede sino pensar adecuadamente.

Afortunadamente, además de la mente poseemos un cuerpo, que no es tan fácil de someter como aquella. “Nadie sabe de lo que es capaz un cuerpo.” El cuerpo individual no cesa, hasta el último aliento, hasta el último soplo de su alma o esencia, en su apetito de dicha, así como tampoco lo hace el cuerpo común, la comunidad reunida en multitud. El maltrato de los cuerpos, el hambre, la pobreza, el abandono y el sometimiento, consumen el aliento vital, agotan el apetito de dicha, tanto como el maltrato de las mentes, los prejuicios, creencias y opiniones, reunidos en incauta ignorancia.

La erradicación de toda “esencia” de la existencia humana, ha sido y es la tarea del poder en la cultura. Los cuerpos desalmados de los individuos y la multitud, son objeto maleable de dominación reducidos a pura mercancía.

Nacemos separados de la idea de una esencia, porque esa idea es imposible sin la existencia. Es el tránsito existencial el que nos conduce a la esencia y el poder sabe muy bien que modulando la existencia se modula toda idea de la esencia. El tránsito de la existencia humana es un camino inevitable hacia la esencia que como fuente dichosa de potencia debe ser interferida si se decide construir poder.

El alma es siempre infinitamente más potente que aquello que concebimos conscientemente de ella, nuestra potencia esencial supera siempre nuestra potencia en acto. El hombre miedoso piensa su miedo en contra de la infinita potencia dichosa de su esencia, el miedo es una mala idea. El hombre esperanzado somete la potencia dichosa de su esencia al azar improbable de las causas externas, la esperanza es una mala idea. El hombre desdichado sepulta su esencia dichosa en la presunción de inexorables causas  externas y existentes, la tristeza es una mala idea.

Siendo el alma o esencia expresión inmanente de la esencia infinita de la Sustancia, su potencia dichosa expresa Aquella y es esa expresión la beatitud misma o felicidad. Siempre podemos más que aquello que pensamos u obramos y es precisamente el pensamiento colonizado por las malas ideas, aquello que nos somete y aleja del poder hacer y comprender. Así como la potencia de la esencia individual es siempre infinitamente mayor que la potencia en acto del individuo, la potencia esencial y colectiva de la multitud es siempre mayor que la potencia en acto de los pueblos. Nadie sabe lo que puede un cuerpo y nadie sabe lo que puede la multitud reunida en comunidad.

Reducida el alma o esencia a una mente colonizada por el poder cultural, se reduce la infinita potencia del cuerpo al sometimiento y la esclavitud.

No solo Spinoza sino la Filosofía misma encarnada en la duración de su propia historia, es la búsqueda, el hallazgo y también el ocultamiento y la tergiversación, de la idea misma de esencia o alma. Sujeta, en tanto producto del pensamiento humano, a los artilugios que el poder de una cultura ejerce sobre la mente humana, así como la política ha sido y es sujeto de los artilugios del poder para regular la potencia esencial de las multitudes.

El triunfo de determinadas filosofías, es decir, de determinados sistemas de pensamiento como el cartesiano, no implica su “verdad” como expresión adecuada del acontecer de las cosas, los seres y los hechos, sino que explica sus vínculos con el poder cultural, gigantesco y especulativo sistema de persuasión. No adherimos a determinadas filosofías por amor a la verdad del acontecer que ellas expresan, adherimos a ellas por persuasión del poder cultural y así somos persuadidos para trabajar más por nuestra propia esclavitud que por alguna libertad. Cuando una filosofía o un sistema de pensamiento como el de Spinoza, expresa la verdad del acontecer de las cosas, los seres y los hechos, será invisibilizado o tergiversado por el poder cultural que se arroga el derecho a decretar significados.



IV



No hay una esencia o alma impoluta que se expresa incólume en la existencia. La esencia o alma es un quantum de potencia que se diferencia de otras esencias o almas por una cantidad intensiva, por un quantum de intensidad o de potencia, siendo todas las almas, cualitativamente, una y la misma cosa. Como toda medida la suya es una comparación, entre las infinitas potencias de las causas externas y existentes comparadas con la suya, en un cálculo diferencial del que surge la “derivada temporal” o “tasa de cambio en el tiempo”. Mientras el cuerpo dura, el alma cambia según las afecciones que le pertenecen actualmente, cambia el alma en su expresión corporal y cambia el alma en su expresión mental, en tanto cada atributo la expresa igualmente. En este sentido, aquello que llamamos vida, duración o realidad, es una prueba de resistencia de materiales, en extensión y en intensidad, en función de la expresión de una esencia o alma existente en acto. En cada momento la esencia o alma es tan perfecta como sus afecciones se lo permiten, la imperfección del alma es su apatía, desafección del cuerpo y de la mente, inexpresividad esencial.

Confundir el alma con la mente, desaparece ambos conceptos, vacía a la mente de todo entendimiento sumiéndola en creencias y hace del alma una entelequia. Quita toda esencia de la existencia que se hace abstracta, incomprensible.

Hay un solo concepto que es absolutamente común, innato y eterno, que es en la parte como en el todo, en el principio como en el final y, en tanto concepto, es un afecto. Ese concepto/afecto es el de la dicha esencial, que se expresa en los infinitos atributos infinitos en su género. Dicha de la composición y comunión en  lo extenso, sabiduría del cuerpo, y dicha del conocimiento y la comprensión en el pensamiento, sabiduría de la mente. La dicha es la esencia del alma que es por sí y en sí, tanto en la parte como en el todo y en cada atributo infinito en su género. La esencia dichosa o alma es causa de sí y de todas las desdichas, causa primera, esencial e innata. La esencia es esencialmente dicha, de la composición en lo extenso y de la comprensión en lo intenso o pensamiento, expresión del infinito en lo finito, del absoluto en lo determinado.

Sólo alcanza la mente alguna eternidad en la idea de su propia esencia dichosa o alma y sólo encuentra el cuerpo alguna eternidad en la composición y comunión dichosas. De la desdicha existencial se sale dichosamente o no se sale, aquí “salir” es sinónimo de “existir” y “dicha” es sinónimo de “perseverancia”.

El cuerpo persevera en la dicha de su composición, nuestro cuerpo se compone a sí mismo infinitas veces a lo largo de su existencia finita y en la perfección de su recomposición cotidiana radica su salud y duración. Nuestro cuerpo cambia infinitas veces y es en su duración infinitos cuerpos.

La mente persevera en la dicha de su comprensión, las ideas adecuadas abren horizontes cada vez más infinitos y eternos, de tal suerte que la mente humana puede alcanzar “ideas en el modo eternidad”, que no son otra cosa que ideas de su propia esencia dichosa o alma, de su propio origen dichoso que se hace oriente de dicha. Nuestra mente cambia infinitas veces y es en su duración infinitas mentes.

Hay una sola cosa, infinita y eterna, que de la Sustancia pasa a los atributos y de ellos a los modos, para regresar a la Sustancia, eso es la esencia o alma, infinita y eterna, que puesta pone la cosa y quitada, la quita.

No hay que confundir el atributo con la esencia que él expresa. El atributo sólo existe para expresar su esencia, así como la lluvia y el témpano sólo existen para expresar la esencia del agua o, en modo geométrico, los ángulos internos que suman dos rectos sólo existen para expresar al triángulo.

Si todo entendimiento debe comprender los atributos de la Sustancia y sus modos o modificaciones, todo entendimiento debe comprender las esencias que expresan a los atributos y se expresan en los modos o criaturas. Comprender la esencia individual es comprender la propia dicha esencial y es, al mismo tiempo, comprender la esencia dichosa de todo lo creado, esa es la raíz de la compasión, esencialmente dichosa, que busca la dicha individual en la dicha común y rechaza toda desdicha o miseria.

Mi cuerpo, por virtud de la extensión, se compone a sí mismo una y mil veces y en esa recomposición se juega su salud y duración. Mi mente, por virtud del pensamiento, se comprende a sí misma una y mil veces y en esa comprensión se juega su sabiduría o beatitud. Tanto mi cuerpo como mi mente expresan, igual y diferente, la dicha esencial. La comunión esencial es la beatitud misma, conocimiento y comprensión de todas las esencias existentes en acto (tercer género del conocimiento) que convienen todas entre sí, compasión dichosa de una existencia en beatitud.

En nuestra cultura, tal cosa no existe, y llamamos “beatos” a los “santos”, criaturas excepcionales que nos relata la historia y que la iglesia católica selecciona a su antojo y conveniencia. Afortunadamente hay muchos más beatos que los que beatifica la iglesia, beatitudes silenciosas salpican de dicha a la humanidad toda y la soportan como usinas de potencia en las infinitas variantes de su actividad. Faros de luz que iluminan entre tanta oscuridad. “La beatitud no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma”, todas las esencias son, esencialmente, dicha, alegría, beatitud, aunque no logren expresarlo en la existencia. La felicidad es una cualidad innata.

La existencia humana parece ser una trama macabra, destinada y diseñada para asfixiar toda esencia dichosa. Los seres humanos, cada tanto, descubrimos la dicha esencial y llamamos a esa epifanía “felicidad”. La felicidad es la manifestación del alma, inmersos en la desdicha de una existencia meticulosamente tramada, nuestra esencia dichosa e innata es apenas un hallazgo muy poco habitual. Por eso Spinoza finaliza su Ética diciendo: “lo excelso es tan difícil como raro”.

La tarea es hacer de lo excepcional un hábito, del hallazgo un derecho, de la dicha un carácter y una ética, y de la felicidad un modo de ser.-